DEPORTES

El día que México fue campeón del mundo

Don Julio trae una venda en la cabeza. Muestra una mancha de sangre que los años se han encargado de despintar, aunque el recuerdo lo lleva todos los días de su vida. Hombre bonachón, de piel morena y palabras repetidas a cuanto reportero se le cruza en el camino, dice que fue campeón del mundo en el lejano 2011, que en la víspera de la final les ganaron a los alemanes de Emre Can y que él, con la venda que ahora lleva en la cabeza, regresó al campo para marcar un gol de chilena. Lo repite en varias ocasiones, mirando hacia arriba, como esperando que baje un balón invisible, y le pega también con pies imaginarios. Levanta la voz, como queriendo convencer a la gente, ésa que ya no lo escucha como antes.

El hombre de cabellos blancos se agarra la cabeza, se acomoda la venda gastada y abre los ojos como platos al referirse al tamaño de los germanos que un día, en compañía de un tal Espericueta y otros chamacos, logró tumbarlos. “Aquí traigo algunos recortes de viejos periódicos. Mire, aquí dice mi nombre: Ju-lio Gó-mez”.

Lo escucha un joven reportero de la cadena por Internet TVGol, quien espera afuera del Foro 2 a que le den la señal de pasar con su invitado al programa deportivo de las nueve de la noche. La idea del productor era buscar futbolistas mexicanos, ahora que la selección azteca carece de ellos. Bueno, y en los clubes ni para dónde voltear.

Para el que llegó tarde a esta historia, habría que contarle lo ocurrido hace más de 30 años, después de la pandemia y los estadios vacíos. Primero fue la aparición de varias ligas y las ganas de muchos empresarios de comprar equipos de futbol. Por ejemplo, los Aguacateros de Apatzingán, equipo que tomó la franquicia del Morelia y se dio el lujo de traerse estrellas como Poveda, Goncalvez y Carrizo, aquellos sudamericanos que abandonaron las Ligas de Europa para venir a contar billetes verdes y meter los goles necesarios para poner dicho equipo en los cuernos de la luna.

El estadio de aquellos terrenos se construyó en la que fuera finca de un señor muy importante. Lo cierto es que de un momento a otro, una familia adinerada compró al Morelia y se lo llevó a Apatzingán. Después comenzó la construcción del estadio en el rancho donde antes hubo caballos pura sangre, una mala copia de un estadio árabe, y los jugadores del sur del continente comenzaron a llegar solitos.

Lo mismo pasó en Tamaulipas, en Guerrero y Veracruz. ¿Los hombres de la Liga Azteca?, ellos dijeron en una conferencia, muy solemnes por cierto, que todo estaba en orden. Que los nuevos dueños de varios equipos eran gente de bien y que venían para aportar ideas e inyectar los suficientes dólares para hacer de la liga local una de las mejores del continente.

Algunos se atreverían a decir que “hay tanta plata como para comprar los jugadores, sin importar el país, y arreglar los papeles para que se pongan la playera tricolor”. Total, que casarse con una mexicana y aprenderse algunas estrofas del himno, cualquiera puede hacerlo.

II

La vieja que lee el tarot volteó la última carta sobre el paño morado. “¡El Loco!”, dijo en voz alta, al tiempo que miraba a los ojos de Joao Goncalves, el goleador brasileño que se disputaron en un tiempo clubes como el Barça, el Paris Saint-Germain y el alemán Báyern Múnich. Sus goles, sus gustos excéntricos y sus cábalas eran por demás conocidas. Y, basta recordar que renunció a jugar en el Real Madrid porque el número 6, el de la suerte, ya lo tenía el capitán del cuadro merengue.

Su avaricia por los euros, los autos de lujo y las chicas caras lo llevaron por un tiempo a canchas exóticas en los Emiratos Árabes. Hoy, por alguna razón, le seducía la idea de jugar en una liga lejana, pero que le prometía vivir como un sultán y llevarlo a la selección de aquel país de aficionados enmascarados y calles llenas de mariachis panzones.

Pero la carta de El Loco, según la adivina que se hizo de muchos dólares gracias a las visitas de futbolistas y actrices de la televisión carioca, le indicaba a Joao que debía atreverse a viajar a territorio mexicano. Él sabía que estaría protegido las 24 horas del día.

Joao puso como condición que para jugar con los Aguacateros, los dueños tenían que contratar al Pato Carrizo, mediocampista argentino que se había convertido en su asistente en aquello de los goles, así como en su amigo y compañero en los últimos cinco años. No había goles de Joao, si el Pato no robaba la pelota y la ponía a los pies del señor dinamita.

Los comentaristas europeos estaban acostumbrados a repasar las jugadas en la que ambos aparecían, mientras el mundo del espectáculo hablaba de sus tatuajes idénticos y los monumentos de meninas que subían a sus Alfa Romeo.

En Michoacán tendrían que acostumbrarse a viajar en trocas rumbo a los entrenamientos, escoltados por media docena de camionetas oscuras hasta los vidrios, con hombres armados y celulares costosos. ¿Las mujeres?, llegaban en silencio a sus habitaciones y desaparecían al despuntar el alba.

Era cosa de levantar el título de aquel equipo michoacano, hacer felices a los dueños –éstos preferían pasear a caballo- y esperar el llamado para vestir la camiseta color verde.

Su patrón era el Bigotón Rivas, un señor del tamaño de un roble y vientre abultado, de mostacho negro, pistola y sombrero. Sólo lo miraban los días de quincena y cuando tenía algo importante que contarles.

Como la noche en la que los hizo llevar a la finca grande, muy cerca del estadio aguacatero, para decirles que los dos –Joao y Pato- habían sido llamados por el entrenador chileno Silvio Salgado para defender a la Selección Mexicana en el Mundial de Japón 2048.

Mercenarios es una palabra muy fea, pero en aquellos años era común pagar cantidades obscenas de dólares para montar un Tricolor con estrellas de importación. Así fueron llegando Poveda, Camargo, Rodríguez, Pereira, Lima, Souza, Goncalvez y Carrizo. Hasta se coló un japonés de apellido Tanaka.

Como cada cuatro años, los jilgueros de corbata y micrófono engolaban las voces y se frotaban las manos al decir: “¡aficionados al futbol, ahora sí tenemos un equipo diseñado para llegar más allá del quinto partido. Si me apuran tantito, México apunta para Campeón del Mundo!”

III

Los partidos en la primera fase no fueron obstáculo para el Tricolor del técnico Salgado, cuyos jugadores ‘mexicanos’ pasaron más apuros por balbucear el himno nacional que con meter la pierna fuerte y goles de pizarrón ante los representativos de Túnez, Croacia y Ecuador. Las reglas de la FIFA eran claras: “Todas las selecciones pueden tener jugadores extranjeros, siempre y cuando no hayan jugado un Mundial con otra selección. Además, deben contar con un jugador nacido en el país que se defiende”.

Claro, México tenía a Edmundo Pérez, un defensa acostumbrado a mirar los juegos desde la banca. El paisano aceptó gustoso la oferta de ponerse la playera ‘de todos’ sin aspirar a pisar el césped de los estadios japoneses. Era la falsa idea de que cualquiera podía llegar a la Selección Mexicana.

El cuarto partido fue ante Holanda, un conjunto a la antigua, de los que aún creen en sus canteranos. Sin embargo, un gol en supuesto fuera de lugar de Poveda alcanzó para que México avanzara al ansiado quinto partido. Aficionados con máscaras de luchadores y sombreros de charro festejaron por las calles niponas con tequila hecho en China, mientras los tulipanes se retiraron escupiendo maldiciones hacia el hombre vestido de negro.

El quinto partido fue ante una Italia reconstruida, con futbolistas africanos e hijos de latinos, con Roma dándole la espalda y buscando, como Cataluña, la separación de un territorio con distintos tonos de piel. Dos goles de Goncalves, con sus respectivos pases del Pato Carrizo, hicieron mella en la portería del nacido en Costa de Marfil, El Oso Alassane.

La semifinal fue ante una Argentina que todavía extraña al viejo Leo Messi. Desde que La Pulga se retiró de las canchas, la Celeste sigue a la espera del hijo pródigo. Los viejos locutores aún recuerdan a Diego Maradona y su Barrilete Cósmico en territorio azteca, así como las marcas impresionantes que Lionel firmó con la casaca de aquel equipo llamado Barcelona.

La angustia llegó hasta el manchón de los once pasos. El estadio de Tokio está saturado de gauchos y manitos, de diputados con permiso de ausentarse de sus curules y algunos narquillos que decidieron darse la gran vida fuera de sus territorios. Tiempo de tregua entre grupos rivales, dicen.

A Carrizo, el argentino enfundado en la playera mexicana, no le tembló la diestra a la hora de marcar el tanto definitivo. El Pato engañó al portero Silvio Mendoza, quien se había convertido en el héroe celeste en partidos anteriores. Lo que le gritaron a Carrizo desde las tribunas fue una lindura de frases, de esas que solía escupir el Tano Pasman cuando el River Plate fue relegado a la Segunda División argentina.

¿La final? Esa fue ante Alemania. Los locutores de México, la mayoría exfutbolistas extranjeros, gastaron horas en la TV para recordar aquel 6-0 en Argentina 78, cuando aún jugaban mexicanos en el Tri y recibieron amenazas de muerte apenas aterrizaron en la Ciudad de México. También repitieron imágenes del duelo México-Alemania en el Mundial del 86, el gol anulado al Abuelo Cruz y la otra derrota azteca en Francia 98. Cuando al Matador Hernández le temblaron las patitas.

También recordaron el juego en el viejo Mundial de Rusia 2018. El resultado y la reacción de los aficionados mexicanos tras el gol del Chucky Lozano. Ahora, la reforzada Selección Mexicana tenía la oportunidad de levantar la Copa del Mundo y poner en su lugar al once teutón.

A más de 11 mil kilómetros, en territorio Hidalguense, el viejo Julio Gómez mira por televisión abierta el juego en Tokio. Se emociona al reconocer el técnico alemán. Dice que se llama Emre Can y que un día lo venció en un estadio de Torreón. Y vuelve a hablar del gol olímpico de Espericueta, del golpe que se dio en el poste enemigo y de aquel tanto de chilena, con todo y venda en la cabeza, que le diera a México el pase a la final en el Mundial Sub 17.

Nadie lo escucha. La gente mira el televisor de aquella fondita en Pachuca, con el Pato Carrizo robando la banda derecha y buscando con la mirada a su inseparable Goncalves. El mexicano con piel brasileña esconde el esférico, hace magia con sus pies, mientras los enormes alemanes intentan partirlo como una vez lo hicieron con el Muro de Berlín.

Hasta que llega la inevitable falta dentro del área, el hachazo sin piedad ante el adolorido Joao Goncalves y el penal contra Alemania, en el minuto 88. “¡Atención, el árbitro marca penal, penal para México!”, grita el locutor de TVGol y todo el pueblo mexicano, a lo lejos, se emociona con lo que parece ser el día que México fue campeón del mundo.

Julio Gómez no lo puede creer, pero en las tribunas de Tokio comienza el murmullo que en segundos se vuelve en un gigantesco: “¡Gómez, Gómez, Gómez!”. La afición que está en la fonda de Pachuca voltea a mirar al viejo, quien de pronto se observa con la venda en la cabeza y el uniforme tricolor enfundado.

Atónito mira en la TV que el técnico Salgado tiene el rostro del Potro Gutiérrez, aquel que lo hizo campeón del mundo en la Sub 17. En la pantalla, el Potro le dice: “Momia, es tu turno”. El locutor lo grita a los cuatro vientos: “Señoras y señores, Julio Gómez va a tirar el penal y es mexicano”.

Los gritos de “Julio, Julio” se escuchan más cerca, vienen del Potro Gutiérrez, quien toca a la puerta. Julio, aún de 17 años, abre los ojos. Despierta en 2011. Más tarde le confesaría a su entrenador que tuvo un sueño extraño, con la Copa del Mundo en sus manos, aunque con jugadores extranjeros. El Potro mira burlón al Cabeza de cebolla, como le dice al chico con la venda en la cabeza. “Un día de estos, Julio… un día de estos”.

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